sábado, 9 de julio de 2016

Llámame

  Llámame, pero que cuando tu voz regrese, consumida y lejana, perdida entre aquellos trazos transversales que ni mis palabras ni tus caricias pudieron retener, no quede en ti más que un deseo perfecto, eficaz y sincero, para que yo, que ya no soy tan yo, pueda pedirte disculpas por haberme ido, y tú, que ahora eres más tú, puedas explicarme por qué cambiaron tus sentimientos cuando cambiaron los vientos. 

      No recordaba mi nombre, ni era capaz de reconocer ninguno de los recuerdos que se arrinconaban en los pliegues de mi memoria. Veía ciudades distintas, ciudades felices, pero lejanas. Veía ciudades que me habían salvado de un naufragio prematuro y una muerte casi indigna. Veía, veía muchas ciudades, pero ninguna era real, no tenía camino para volver a ellas ni mapas que me guiaran en aquella oscuridad imposible. 
     Todos se habían ido y en aquel silencio, que se derramaba sereno sobre mis hombros, que se establecía cálido entre mi piel, aprendí a desentrañar el misterio de tu ausencia, de tu cura, de todas las veces que tomé caminos inciertos para eliminar el dolor de aquella despedida que me supo a poco, que me supo a nada a veces y algunas incluso a demasiado. Aquella despedida que se convirtió en principio, en un himno antiguo y un cántico ancestral, en fuerza y origen de todo lo que sucedió después. 
       Y en cada uno de los días que sucedieron a aquella soledad infinita y placentera a ratos, dolorosa casi siempre, conseguí gritar tu nombre desde lo más profundo de mi alma, recomponer cada una de las sílabas para que se escaparan entre las grietas y abrir un surco hacia dentro y hacia fuera. Llámame. Llámame y sostén cada fragmento hueco de este dolor absurdo. 
      Llámame.

P.







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